Llegar a Isla Mauricio es como aterrizar en una postal que decidió ser real. Desde el avión ya se ve el azul imposible del Índico y una línea de arrecifes que parece dibujada con rotulador. Cuando bajas, el aire es dulce y cálido, con ese punto húmedo que te hace pensar en frutas, ron y siestas largas. Las montañas interiores se asoman como guardianas verdes y las casas de colores en los pueblos se mezclan con templos hindúes, mezquitas y alguna iglesia colonial.
Todo parece convivir sin esfuerzo, como si la isla hubiese aprendido hace siglos que la mezcla es su mejor talento. Merece la pena viajar a Isla Mauricio solo por esa primera bocanada de aire: huele a mar, caña de azúcar y promesa de descanso.
¿Merece la pena viajar a Isla Mauricio?
Sí, merece la pena viajar a Isla Mauricio, aunque no vayas en plan resort de pulsera. Hay algo más allá de las playas perfectas (que las hay, y son de escándalo). Es una isla donde la gente te sonríe de verdad, no por protocolo. Donde puedes desayunar samosas con salsa picante en una esquina de Port Louis y comer curry de pescado mirando el mar media hora después.
La vida local tiene ritmo tranquilo, sin aspavientos. Los mercados son un teatro de voces y colores, con mujeres vendiendo especias y jóvenes que te cuentan historias mientras pelan mangos. No todo es lujo; hay carreteras llenas de curvas, gallos madrugadores y puestos improvisados de coco frío. Pero justo eso le da carácter.
Un día alquilé un coche y me perdí entre plantaciones de caña. De repente apareció un grupo de niños que jugaba al fútbol con una botella. Paré, me sonrieron y me ofrecieron un gol. Ese tipo de detalles hace que entiendas el lugar más que cualquier guía.
Lugares bonitos en Isla Mauricio
Calles y rincones con encanto
Caminar por Port Louis sin rumbo es un placer sencillo. El mercado central huele a curry y flores; los puestos de tela cuelgan como banderas y los vendedores te saludan con una sonrisa que no pide nada a cambio. Al final del día, sube al Fuerte Adelaide: desde arriba ves el puerto, las montañas y ese tráfico amable que parece moverse sin prisa. Merece la pena viajar a Isla Mauricio solo por esa vista, donde el océano se confunde con el cielo.
Historia y monumentos
Si te interesa el pasado, pasa por Aapravasi Ghat, Patrimonio de la Humanidad. Es un antiguo centro de inmigración que cuenta la historia de miles de trabajadores llegados desde India. No hay dramatismo, hay memoria. Y en Mahébourg, al sur, el museo naval guarda los restos de batallas coloniales que hoy solo suenan a anécdota frente al sonido del mar.
Vida local
En Grand Baie la vida se mezcla entre locales y viajeros: bares con música sega, barcos pesqueros y tiendas que cierran cuando cae el sol. Si prefieres algo más tranquilo, el pueblo de Chamarel es una postal de vegetación y aroma a café, con la Tierra de los Siete Colores a unos pasos: un capricho natural de arenas multicolor que parece irreal al sol de la tarde.
Comer y quedarse un rato
La comida en Isla Mauricio es un resumen de su historia: india, criolla, china y europea en el mismo plato. Dholl puri, biryani, pollo vindaye… cada bocado tiene una historia y un acento distinto. Si te gusta el ron, no te vayas sin probar el de Chamarel. Lo sirven con hielo y una sonrisa cómplice, como si supieran que vas a comprar una botella para llevarte a casa.
Lo que me llevo de Isla Mauricio
No, Isla Mauricio no es solo para recién casados ni para fotos con cóctel en mano (aunque tampoco están mal). Es un lugar donde cada día tiene su propio ritmo, donde puedes pasar de un baño en la laguna a un paseo entre templos y terminar hablando de fútbol con un desconocido. Es una isla con alma, sin artificios.
Cuando subes al avión de vuelta y ves desaparecer el verde entre las nubes, sientes que algo te falta: el sonido de las olas, el olor del curry, la calma. Y entiendes que Merece la pena viajar a Isla Mauricio, no solo por sus playas, sino por cómo te hace bajar las revoluciones y recordar lo simple que puede ser sentirse bien.