Lekeitio tiene esa capacidad de hipnotizarte con su isla de San Nicolás, que aparece y desaparece según el humor de la marea. Pero, tras un par de días de salitre y paseos por su puerto, me di cuenta de que Bizkaia y el límite con Gipuzkoa guardan una colección de mundos aparte a tiro de piedra.
No es solo el paisaje, es ese olor a leña mezclado con el salitre y el sonido de las persianas metálicas subiendo en las lonjas de pescado al amanecer. Recorrer esta costa es aceptar que vas a conducir por carreteras que serpentean entre un verde tan intenso que casi duele y acantilados que parecen cortados con un cuchillo de carnicero. Te confieso que en más de una ocasión tuve que parar el coche en el arcén simplemente para procesar que el azul del Cantábrico tuviera tantos matices.
Si tienes un coche a mano y ganas de perderte por carreteras secundarias, apunta estos nombres porque son la esencia pura de la costa vasca.
Mutriku
Apenas cruzas la frontera invisible con Gipuzkoa, te topas con Mutriku, un pueblo que parece haberse quedado encajonado en una pendiente imposible. Aquí las calles no se caminan, se escalan entre casas señoriales que lucen escudos de piedra tan grandes que te preguntas cómo no se caen las fachadas.

Lo mejor es bajar hasta su puerto, que es uno de los pocos puertos naturales de la zona, y ver cómo los barcos de bajura descansan sobre un agua que parece cristal líquido. Si buscas pueblos bonitos cerca de Lekeitio, este te regala además dos piscinas naturales de agua marina que se llenan con la marea. Es el lugar perfecto para sentarse a ver cómo los jubilados locales comentan la jornada mientras el sol rebota en los adoquines húmedos.
Markina-Xemein
Dejamos la costa un momento para entrar en el valle, donde el aire ya no huele a sal, sino a hierba recién cortada y a piedra antigua. Markina-Xemein es la capital de la pelota vasca y se nota en la reverencia con la que cuidan su frontón, la «Universidad de la Pelota».

Caminar por su casco histórico es como moverte por un escenario de cine histórico, con torres de piedra que vigilan tus pasos. No te puedes ir sin entrar en la ermita de San Miguel de Arretxinaga, donde tres rocas gigantescas se sostienen entre sí formando una estructura natural que desafía cualquier lógica arquitectónica. Es uno de esos lugares que, dentro de la ruta de pueblos bonitos cerca de Lekeitio, te recuerda que el interior tiene un misticismo que la costa a veces camufla con su brillo.
Guernica-Luno
Llegar a Guernica no es visitar un pueblo, es entrar en la memoria viva de un pueblo que se niega a olvidar. Más allá del famoso cuadro y la tragedia, hoy es una localidad vibrante donde el mercado de los lunes es el centro del universo para cualquier amante del buen comer.

Me pasé media hora hipnotizado por el brillo de los pimientos de Gernika y el blanco nuclear de los quesos Idiazabal en los puestos. Tienes que visitar la Casa de Juntas y el Árbol de Gernika, porque bajo esas ramas se siente un peso histórico que te pone los pelos de punta. Es un lugar que destila dignidad y resiliencia, perfecto para entender que la identidad vasca se forja tanto en el mar como en estas tierras de asamblea y roble.
Elantxobe
Si alguna vez te has preguntado cómo es vivir en un pueblo que parece estar colgado de un acantilado, Elantxobe es la respuesta técnica y visual. Las casas están tan apretadas y la inclinación es tan salvaje que el autobús del pueblo tiene una plataforma giratoria para poder dar la vuelta.

Bajé a pie hasta el puerto, notando cómo las rodillas se quejaban, pero las vistas del cabo Ogoño compensan cualquier esfuerzo físico. Es un sitio donde el silencio solo se rompe por el graznido de las gaviotas y el motor de algún barco regresando. Buscando pueblos bonitos cerca de Lekeitio, me encontré con este rincón donde la arquitectura es un acto de fe contra la gravedad y el azul del mar parece entrar directamente por las ventanas de los salones.
Bermeo
Bermeo tiene ese aire de pueblo marinero de verdad, donde el turismo es solo un invitado y la pesca sigue siendo la reina. Su puerto viejo es una explosión de colores, con fachadas estrechas pintadas de tonos vivos que contrastan con el gris del asfalto húmedo.

Confieso que acabé en una taberna del puerto pidiendo una gilda y un txakoli, rodeado de gente que hablaba euskera con una energía que te contagia las ganas de quedarte. Hay que visitar el Museo del Pescador, ubicado en una torre medieval que parece sacada de un cuento de piratas. Es el final perfecto de ruta, un lugar con carácter indomable y sabor a conserva artesana que te deja claro que aquí el Cantábrico no es un paisaje, sino un modo de vida.